(En homenaje a Paul Auster en “El país de las últimas cosas”).
Sentía que estaba dentro de una película, como cuando el protagonista se encuentra en la calle principal de la ciudad más poblada, ve pasar a su alrededor a cientos y cientos de personas a una velocidad inexplicable, pero sin embargo el tiempo se detiene, solo para él.
No hacía más que pensar en esa nota, escrita en un papel sucio y arrugado, se notaba que lo habían partido a la mitad a mano y escrito con lápiz, aparentemente de punta filosa, por lo que revelaba el trazo. Decía algo así como “estas son las últimas cosas, llegan algún día, terminan tan rápido como empezaron y no vuelven nunca más”.
Su pensamiento no podía llegar más lejos, sabía que la discusión no había sido como las anteriores, pero no comprendía porqué esa sería la última. Creía que era cierto lo que decía la nota, todo en la vida empieza y termina, pero no coincidía en eso de que fuera tan rápido, y además muchas veces se podía volver a comenzar.
Decidido a seguir con su camino, sacudió su cabeza como si de esa manera todas sus ideas fueran a caer sobre la vereda, y caminó hasta la parada del blanquito. Desafortunadamente sus pensamientos se burlaron de él, porque así como cayeron en un instante, volvieron a subir a su mente en el mismo momento en que llegaba el colectivo.
Media hora de viaje y una decisión irrevocable, llegaría al Correo Central, los trámites quedarían para la semana entrante, y volvería a casa, le diría todo lo que alguna vez ocultó para que ella amaneciera con una sonrisa.
Le diría que le mintió cuando le dijo que le encantaba verla en pijamas, despeinada y con el maquillaje corrido del día anterior, su pelo y el pijama no le molestaban tanto, pero odiaba ver en la almohada restos de rimel. Tampoco le fascinaban esos fideos con tuco que ella decía eran su especialidad, la cebolla cortada demasiado grande y el exceso de pimienta lo irritaban completamente.
Otra media hora de viaje y tres cuadras más tarde, abrió la puerta del edificio, subió por las escaleras hasta el primer piso, llegó hasta la entrada que decía “B”, pero cuando iba a poner las llaves en la cerradura, la puerta se abrió y antes de que dijera alguna palabra, ella se adelantó y le dijo “te dejé una nota, pero el perro se subió a la mesa y se comió la mitad, viste cómo dejó marcadas las patitas en el mantel…”.
Dejó caer todo lo que tenía en su mano e inmóvil la escuchó decir una vez más, “de lo que hay que hacer estas son las últimas cosas, los pintores llegan algún día, terminan tan rápido como empezaron, y no vuelven nunca más".
Sentía que estaba dentro de una película, como cuando el protagonista se encuentra en la calle principal de la ciudad más poblada, ve pasar a su alrededor a cientos y cientos de personas a una velocidad inexplicable, pero sin embargo el tiempo se detiene, solo para él.
No hacía más que pensar en esa nota, escrita en un papel sucio y arrugado, se notaba que lo habían partido a la mitad a mano y escrito con lápiz, aparentemente de punta filosa, por lo que revelaba el trazo. Decía algo así como “estas son las últimas cosas, llegan algún día, terminan tan rápido como empezaron y no vuelven nunca más”.
Su pensamiento no podía llegar más lejos, sabía que la discusión no había sido como las anteriores, pero no comprendía porqué esa sería la última. Creía que era cierto lo que decía la nota, todo en la vida empieza y termina, pero no coincidía en eso de que fuera tan rápido, y además muchas veces se podía volver a comenzar.
Decidido a seguir con su camino, sacudió su cabeza como si de esa manera todas sus ideas fueran a caer sobre la vereda, y caminó hasta la parada del blanquito. Desafortunadamente sus pensamientos se burlaron de él, porque así como cayeron en un instante, volvieron a subir a su mente en el mismo momento en que llegaba el colectivo.
Media hora de viaje y una decisión irrevocable, llegaría al Correo Central, los trámites quedarían para la semana entrante, y volvería a casa, le diría todo lo que alguna vez ocultó para que ella amaneciera con una sonrisa.
Le diría que le mintió cuando le dijo que le encantaba verla en pijamas, despeinada y con el maquillaje corrido del día anterior, su pelo y el pijama no le molestaban tanto, pero odiaba ver en la almohada restos de rimel. Tampoco le fascinaban esos fideos con tuco que ella decía eran su especialidad, la cebolla cortada demasiado grande y el exceso de pimienta lo irritaban completamente.
Otra media hora de viaje y tres cuadras más tarde, abrió la puerta del edificio, subió por las escaleras hasta el primer piso, llegó hasta la entrada que decía “B”, pero cuando iba a poner las llaves en la cerradura, la puerta se abrió y antes de que dijera alguna palabra, ella se adelantó y le dijo “te dejé una nota, pero el perro se subió a la mesa y se comió la mitad, viste cómo dejó marcadas las patitas en el mantel…”.
Dejó caer todo lo que tenía en su mano e inmóvil la escuchó decir una vez más, “de lo que hay que hacer estas son las últimas cosas, los pintores llegan algún día, terminan tan rápido como empezaron, y no vuelven nunca más".
Lu* Galeano.-
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